Se miró las yemas de los dedos, las huellas dactilares.
Con el dedo gordo de la mano derecha se acarició los
dedos de la mano izquierda, la palma de la mano, la
muñeca, el antebrazo, el codo. Hizo el mismo recorrido a la
inversa. ¿Cuánto tiempo puede pasar una persona sin contacto
con otro humano? Volvió a realizar el mismo recorrido,
esta vez con las uñas en vez de con las yemas. La sensación
era distinta. Se le erizaba la piel. Levantó el brazo por encima
de su cabeza e intentó observarlo, pero la oscuridad de la estancia
apenas le permitía saber dónde estaba. Veía sombras,
reflejos. Tal vez ni siquiera veía su brazo, tal vez era solo su
imaginación que conocía a la perfección cada detalle de su
cuerpo. Más desde que el confinamiento había empezado a
resultar pesado. Nunca había sentido tanta necesidad de recorrer
su cuerpo con las yemas de sus dedos, con sus manos.
A veces se descubría a sí misma en una especie de abrazo que
no cubría su necesidad de contacto. Pasaba su brazo derecho
por su barriga y se llevaba la mano a la espalda. Se engañaba
a sí misma con ese contacto humano, que no era más que el
propio, apenas sensible, apenas tranquilizador.
Si cerraba los ojos parecía que era otra persona quien le acariciaba el brazo. Si bloqueaba los sentidos esa otra persona era su madre. Si se dejaba llevar por los recuerdos olía su perfume. Durante años se había obligado a rechazar ese recuerdo, convencida de que traerlo a la realidad solo le causaría más dolor. En pleno confinamiento el dolor por la ausencia de sus padres era más pronunciado que cuando fallecieron. Todo era más penoso, más oscuro, más siniestro.
Abrió los ojos con la intención de obligarse a permanecer en ese momento y no dejarse llevar por los recuerdos, no volver a aspirar el perfume de su madre. No veía nada en la oscuridad. Encendió la tenue luz de la mesita y solo vio el techo, como todas las noches. «Se va a derrumbar», pensó. No sabía por qué, pero desde hacía unas noches empezaba a colarse en su cabeza el pensamiento de que el techo se iba a derrumbar sobre ella. Apartó la idea y se obligó una vez más a no dejar que su mente se disparara; ella podía controlarla. Recordó que había empezado el confinamiento con ilusión. Le daba muchas más oportunidades, le permitía sentirse menos expuesta al hacer presentaciones, le evitaba el tráfico y el trayecto de una hora de duración a la oficina, le dejaba tiempo para leer, le ahorraba las excusas absurdas para no asistir a compromisos sociales… ¿Qué más, qué más, qué más?… ¿Qué más motivos le debían hacer sentirse feliz? Cerró los ojos. Los abrió. El techo se derrumbaba. Iba a caerse. Apagó la luz y se protegió los ojos con los antebrazos.
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